Por: Sofía Barres-Isaac
Si alguien recuerda los años 1970 y 1980, sabrá que la fuente de Plaza Venezuela era el lugar más llamativo y especial que tenía aquella ciudad, más amable, en la que se podía salir de noche a disfrutar el espectáculo luminoso de la fuente. Muchos comieron allí su primer perro caliente callejero y en alguna ocasión incluso fue lugar de encuentro para apreciar fenómenos astronómicos, como el paso del cometa Halley y lluvias de meteoritos.
Es inevitable evocar esos momentos en que la ciudad fue feliz y no lo sabía, al visitar la recién inaugurada Plaza Los Palos Grandes. Allí la luz del Sol es más brillante y las noches cálidas caraqueñas se preciben amigables y seguras gracias a los funcionarios de Polichacao que resguardan el lugar.
La amplitud y el minimalismo de la plaza, con sus cómodos bancos, el fabuloso espejo acuático y la fuente que bombea agua desde el piso, dónde está permitido jugar y mojarse con el agua, son la perfecta fórmula para mezclar el privilegiado clima tropical, la alegría que proporciona un lugar impecable, limpio y pensado para que los ciudadanos se reconozcan como habitantes y no simplemente como pueblo, esa entelequia. Una palabra adoptada por la demagogia política.
Locos por el agua
Al visitar la plaza por primera vez, es casi imposible no dejarse contagiar por la algarabía de los niños – y no tan niños – que se arma cuando se encienden los chorros del piso. Es el principio causa – efecto provocado por hacer algo diferente, divertido y sobre todo con libertad. Esa libertad necesaria que todos los niños merecen para jugar, correr, gritar y divertirse…
No puede faltar una foto frente a la fuente y otra en la parte superior; una suerte de mirador, con asientos cómodos, plantas tan verdes como la lechuga recién cosechada y una brisa que rejuvenece la sonrisa.
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